sábado, 4 de agosto de 2007

El bosque del cielo y el candelabro mágico




Capítulo I
Kilómetro Uno

Don Mark siempre me dijo que el cielo era un camino a la libertad, un sitio en el que la noche dormía las razones y preparaba el tiempo, un lugar donde sólo las mentes nuevas tenían acceso por lo que su entrada se encontraba más allá de las mentes lógicas.
Fue así, justamente, que crecí buscando la respuesta para lo que a mí parecía un acertijo de mal gusto, la forma de mantenerme ocupada sin meter ruido. ¡Y era una niña! Qué podían esperar si mi vida, aún, era una muñeca llamada Ánglika y un oso de brillantes amarillos llamado Mister Ross, con los que inventaba una vida perfecta en Tumbuhz.

Mi nombre es Isabelly, viví y crecí en el lago Ckrifto con mis padres y mi hermano mayor. No fui la consentida como todos podrían creer de una pequeña de tan solo nueve años, pero amor nunca me faltó.
Mi casa siempre tuvo olor a café cargado, el que quedaba impregnado luego del desayuno de mi padre a las siete de la mañana, lo que hacía mi despertar algo cremoso y con dos de azúcar.
Un pasillo cruzaba de este a oeste mi habitación, dejándolo por las mañanas con una luz que pocas veces me dejo abrir los ojos, mientras por las tardes rogaba por algo de ese intenso calor.
Una escalera interceptaba la mitad del segundo piso, bañada en un intento de barniz ocre marmolí, algo difícil de encontrar según recuerdo.
La bajada era algo desastrosa, la ropa tirada no faltaba y mucho menos unas bolitas doradas que según todos aparecían mágicamente en la entrada de la casa, y que al seguirlas, nos mostraba el camino a una banca vieja, algo desteñida, que por las noches se convertía en el mejor mirador del campo, como si la persona que la puso ahí hubiese sido un gran astrónomo, o eso parecía.
Casi puedo recordar los atardeceres junto a mi padre. Eran tan mágicos, tan únicos, hasta que su muerte diez años después, ennegreció mi espacio y nunca más fui capaz de volver a ver un cielo anaranjado como el de aquellos días. Fue tan duro y peor aún tan repentino que pocas veces he podido recordar el minuto en el que sucedió sin llorar y pensar ilógicamente.
Mi casa era la más llamativa. En ese entonces, mi madre plantaba flores de todos los colores existentes frente a la puerta de entrada y en el camino que dirigía al lago. Alelíes, rosas, claveles y orejas de oso como ella solía llamarlas, alumbraban y asombraban de belleza a los vecino y a todo aquel que obligadamente pasaba por ahí cuando iban de camino al lago.
Camino al cerro, bien a lo lejos, te encontrabas con un campo de álamos, viejos árboles que según los pueblerinos, escondían grandes secretos y tesoros de décadas atrás, de aquellas que contaban los abuelos y a ellos los abuelos de sus abuelos y mas abuelos hasta casi no poder contarlos porque llegaríamos a la prehistoria.
Cuarenta kilómetros nos separaban de la sociedad y la distancia al prado era tan solo de un kilómetro o quizás menos.
Con Javier, mi hermano, cada día salíamos a recorrer estos paraísos, ya casi prohibidos por su vejez. Escalábamos árboles en busca de nueces o avellanas dejadas por las ardillas. Cosa extraña, pero parecíamos agrádales ya que cada día, encontrábamos dos o tres frutos de cada especie esperando por nosotros, como si fuese un tipo de ofrenda por no dañar este lugar. Siempre pensé que estos animales eran inteligentes, que podían escucharnos y que nuestro oído era el que no estaba preparado para entenderlas y que a lo mejor los árboles también nos decían algo y que vagamente escuchábamos el viento como respuesta.
Cada noche era una pregunta nueva y un incienso más que se consumía en ella, de preferencia opio ya que su olor aletargaba esta mente alocada.
Por la mañana se repetía esta rutina, mientras más temprano salíamos, mas tarde era nuestro regreso. Al subir el cerro que nos separaba de la multitud, podíamos recostarnos sobre el suave pasto y ver como el cielo nos mostraba nuevas criaturas, osos con dos cabezas, dinosaurios y aves que sonreían, mas se perdían cuando la noche llegaba.
Al llegar a casa esperábamos la típica pregunta de mamá:
¿A dónde fueron?-¿Qué hicieron?-¿Están bien?-¿Vieron la hora?
Y nuestra respuesta no era mas que un estamos bien, ya que con Javier compartía una complicidad que hacia mas entretenido este cuento.
A las Siete de la mañana se escuchó:
-¡Javier!-gritó mamá.
-¿Qué pasa madre? Dijo Javier algo dormido aún
-Temo informar y para ti también va esto Isabelly, que el tiempo ha pronosticado lluvia torrencial y puede que un temporal para esta tarde, así que tienen estrictamente prohibido salir al campo porque no quiero que se enfermen otra vez.
¿Entendido?
-Claro madre (Con cara de resignación)

Seis de la tarde y mis ojos pegados en la ventana que no mostraba señal de lluvia.
¿Se habrá equivocado el tiempo?
No seria la primera vez.
Corrí a la puerta de entrada, saque del perchero tras la puerta mi chaqueta morada, un paragua viejo ya algo roto, el gorro de lana tejido por Carmen mi abuela y unas botas de cuero negro que con el tiempo me fueron quedando chicas.
Abrí la puerta, asegurándome antes de que todos durmieran su siesta, y salí rumbo al lago. En la mitad del camino, pude ver que el cielo de un minuto a otro se había vuelto negro, de esos que con solo verlos te daban la impresión de algo sospechoso. ¿No era muy temprano para que oscureciera?
De pronto, un relámpago iluminó el camino por completo y un fuerte rugido estremeció hasta al animal mas pequeño que se encontraba refugiado, ya que ellos si sabían que una gran lluvia se acercaba y que había sido yo la que no había querido escucha las advertencias de mi madre.

-¿Qué hago ahora?-Dije asustada

Al mirar el cielo, una gota calló justo en mi nariz. Mientras me limpiaba, mil gotas mas comenzaron a rodearme.
La lluvia había comenzado.




3 comentarios:

Anónimo dijo...

Lo escrito es muy hermoso, tienes el don de transportar a las personas con tus relatos, quisiera saber como termina, es parte de esos escritos que no quisieras que se tuvieran termino, que durara eternamente.

Últimamente lo he pasado muy bien contigo, gracias por eso.

Ya no me dare por vencido nunca más, lo prometo.

Cuidate.
Te Quiero.

Adios_!
Aiham Dulila_!

Francisca Arias Inostroza.

Anónimo dijo...

un sitio en el que la noche dormía las razones y preparaba el tiempo, un lugar donde sólo las mentes nuevas tenían acceso por lo que su entrada se encontraba más allá de las mentes lógicas.

me gusto eso, escribes bien lore, ojala nos volvamos a ver , quien sabe quizas en un par de meses.
cuidate y hablamos.

Momita dijo...

lo que comentó la pansha es cierto...
meimaginé todo, más aún... siento que es elugar lo conocía. no se...
me aocrdé de gente. y me gustó mucho
(sobre todo lo de la chaqueta morada xD)
te quiero!